sábado, 18 de febrero de 2017

SU DONCELLA

Érase una vez… Así empiezan los cuentos, los buenos y los malos, los reales y los de fantasía. Érase una vez…

Érase una vez una niña que creía en las estrellas, que creía en la luna y en el sol, tal vez en el destino y en las nuevas oportunidades, o, tal vez no. Esta niña se llamaba Violeta, pues había nacido el con el cabello del mismo color.
Todo el mundo se reía de ella por eso, pero ella ocultaba su dolor. Le gustaba su pelo más que nada en el mundo era suyo, y especial, hasta ella lo sabía. Era especial. Pero no solo por su cabello, sino por muchas cosas más. Vivía en una casa con varios pisos de altura, en una urbanización donde apenas había niños con los que jugar, donde todo era gris y los árboles no crecían, donde la imaginación no estaba bien vista.

Cada vez que había luna llena, salía a la ventana de su habitación a hablar con ella, le contaba sus problemas, sus penas, sus agonías e incluso las cosas cotidianas de la vida. Se desahogaba a la luz blanca de su eternidad, era el único día que se permitía llorar, el único día que se dejaba lamentar por la miseria de vida que decía llevar.

Sus padres no le prestaban atención, solo pensaban en que si le daban lo que quería se callaría y los dejaría en paz. Es por eso que empezó a pedir cosas cada vez más extravagantes, pero todas, sin excepción, eran concedidas, desde los vestidos de telas exóticas e imposibles hasta manjares que costaban una fortuna. Solo había una cosa que pedía y no le daban: amor. Conforme fue creciendo se fue dando cuenta de que eso nunca se lo darían así que dejó de pedir cosas y se encerró en sí misma. Su pelo violeta, se iba marchitando junto con ella, su brillo se iba apagando y no encontraba nada que despertase su ilusión.

Su habitación daba a la carretera, donde nada le impedía ver mejor las estrellas. Había casa a su alrededor, pero solo ella estaba despierta a tan altas horas de la noche, solo la luz de su cuarto brillaba débilmente cada 28 días exactos, la única que se sentaba en su ventana a llorar y a contarle su vida al cielo.

Bueno, tal vez la única no. Estaba aquel chico que vivía justo en frente y que, cada 28 días esperaba ansioso, con la luz apagada, a la espera de que saliera aquella chica tan rara que veía en el colegio. Le gustaba verla a la luz de la luna, le gustaba verla soltar todas sus penas. Le dolía verla llorar de aquella manera… le dolía tanto, que su corazón se partía a cachitos cada vez. Le dolía tanto que apenas tenía fuerzas para quedarse donde estaba y no escalar el árbol junto a su ventana para enjugar las lágrimas mágicas que caían de la chica del pelo violeta. Os preguntareis: ¿Mágicas? Pues sí, porque cada vez que una lágrima caía, el chico más se enamoraba de ella. Cada día la observaba con más atención, cada día daba un paso más hacia ella, aunque la muchacha no lo supiera. Cada día recomponía su corazón y se armaba de fuerza y valor para, algún día acudir a por su doncella.



No hay comentarios:

Publicar un comentario